jueves, 23 de febrero de 2017

Marcel Proust 1871 - 1922 29 (En busca del tiempo perdido- por el camino de swan)

Hacía ya muchos años que no existía para mí de Combray más que el
escenario y el drama del momento de acostarme, cuando un día de invierno,
al volver a casa, mi madre, viendo que yo tenía frío, me propuso que
tomara, en contra de mi costumbre, una taza de té. Primero dije que no; pero
luego, sin saber por qué, volví de mi acuerdo. Mandó mi madre por uno de
esos bollos, cortos y abultados, que llaman magdalenas, que parece que tienen
por molde una valva de concha de peregrino. Y muy pronto, abrumado por el
triste día que había pasado y por la perspectiva de otro tan melancólico por
venir, me llevé a los labios unas cucharadas de té en el que había echado un
trozo de magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las
miga del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo
extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me invadió, me
aisló, sin noción de lo que lo causaba. Y él me convirtió las vicisitudes de la
vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su brevedad en
ilusoria, todo del mismo modo que opera el amor, llenándose de una esencia
preciosa; pero, mejor dicho, esa esencia no es que estuviera en mí, es que
era yo mismo. Dejé de sentirme mediocre, contingente y mortal. ¿De
dónde podría venirme aquella alegría tan fuerte? Me daba cuenta de que

iba unida al sabor del té y del bollo, pero le excedía en, mucho, y no
debía de ser de la misma naturaleza. ¿De dónde venía y qué significaba?
¿Cómo llegar a aprehenderlo? Bebo un segundo trago, que no me dice
más que el primero; luego un tercero, que ya me dice un poco menos. Ya es
hora de pararse, parece que la virtud del brebaje va aminorándose. Ya se ve
claro que la verdad que yo busco no está en él, sino en mí. El brebaje la
despertó, pero no sabe cuál es y lo único que puede hacer es repetir
indefinidamente, pero cada vez con menos intensidad, ese testimonio que no
sé interpretar y que quiero volver a pedirle dentro de un
instante y encontrar intacto a mi disposición para llegar a una aclaración
decisiva. Dejo la taza y me vuelvo hacia mi alma. Ella es la que tiene que dar
con la verdad. ¿Pero cómo? Grave incertidumbre ésta, cuando el alma se
siente superada por sí misma, cuando ella, la que busca, es juntamente el país
oscuro por donde ha de buscar, sin que le sirva para nada su bagaje. ¿Buscar?
No sólo buscar, crear.

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